El otoño del señor cura por María Teresa García Arribas.

 La campana volteó alborotada por última vez, cuando el Tuerto se perdió en el monte y hubo que salir en su busca; la noche estaba oscura como boca de lobo, como un pozo, y al decir de los hombres de Valdetábano, no se veía un burro a cuatro pasos. La niebla se agarraba al piornal ocultando los caminos abiertos por las pezuñas de las vacas y despedía diminutas gotas de agua que calaban hasta los huesos.

Cuando murió la vieja Liberata, el toque, entrecortado como el llanto, recorrió las calles, se coló en las casas, alcanzó las tierras de trigo y señaló la casa de la difunta, el velatorio, las lágrimas. De toda aquella recua de viejas enlutadas que ocupaban la primera fila de la iglesia en la misa del domingo, Doña Liberata fue la última en morirse. Y el toque sonó a muerto por última vez.

Al domingo siguiente de la muerte de la vieja (Doña Liberata murió un viernes), cuando Don Eusebio, el cura, se volvió en el altar para el primer dominusvobiscum, la iglesia estaba vacía. Unos niños jugaban en la plaza de la iglesia; otro niño, miraba el altar de reojo mientras cargaba su pistola en la pila del agua bendita, secándola. Don Eusebio remató apresuradamente la misa, y ya en la puerta de la iglesia, se dirigió al sacristan.

- ¿Qué ocurre, Braulio?

-No sé – el sacristán encogió los hombros y frunció el ceño.

-No comprendo – dijo el cura.

-El pueblo no es lo que era, señor cura, algo ha cambiado – dijo Braulio.

Don Eusebio, el cura, no advirtió el cambio; ni tampoco que Doña Liberata era la última en morirse; las viejas de la primera fila de la misa del domingo habían muerto todas en el transcurso del último año, y del mismo mal: de viejas, las manos juntas sobre el pecho, los párpados entornados como vencidos por un sueño profundo, la boca abierta dejando al descubierto las encías desdentadas, el rostro arrugado como una uva pasa y la cabeza inclinada en una mueca ritual y definitiva. Braulio no comprendía la sorpresa de Don Eusebio, aunque como decía la misa de espaldas, quizá no advirtiera que la iglesia se iba vaciando poco a poco (pastores hay, sin embargo, que cuentan las ovejas por la intensidad del balido del rebaño).

Valdetábano es un pueblo alargado sobre el valle como un día sin pan, flanqueado a un lado por la carretera y, al otro, por el río, que se arrastra pesadamente, como un reptil, trazando curvas sobre la llanura. Los tábanos pueblan el aire con el calor del verano: así nació el nombre de Valle del tábano o Valdetábano, topónimo poco original que no sugiere otra realidad que la contenida en la palabra originaria.

Valdetábano creció en la dirección del río, es cuya orilla derecha, las casas se alargan en hilera como un tren estacionado. En la cola del tren, en un alto, como un vagón rezagado, se levantan la rectoral y la iglesia, con su campanario de piedra y su esquilón, comprado en la capital con fondos parroquiales. La vaguada se remata allí, por detrás de la parroquial, en una abrupta escarpadura cuyas crestas hienden el cielo azul del verano. Para Don Eusebio, el cura, el emplazamiento parroquial era un acierto; la campana se oye en todo el valle y, desde aquel alto, él puede otear la vida de los hombres de Valdetábano sin necesidad de hundirse en lo profundo de la Vaguada. Los sembrados de trigo se extienden desde la cabecera del pueblo hacia el horizonte y el hombre de Valdetábano se estremece cuando una racha de viento dobla los trigales, cuando las nubes adelantan por el horizonte su negra testuz de toro, cuando el sol se desploma abrasador desde la mitad del cielo sobre la tierra reseca y plana.

Don Eusebio, el cura, encargó a Braulio que tocara las campanas en el supuesto que la gente acudiera a la misa del domingo y se encerró con llave en la rectoral, esperado oír el toque largo y tendido como la llanura. Nunca llovió que no parara, pensaba el cura, volvieron a su cauce las aguas desmadradas y hasta el viento huracanado amainó, arrancados algunos árboles de cuajo. En la rectoral, de una sola planta, en la que se amontonan la cocina, un lúgubre despacho con libros empolvados, el baño, una habitación, y el salón con un sofá-cama desdoblado, Don Eusebio, el cura, se encontró sólo; una escalera estrecha y carcomida comunicaba el salón con el desván, iluminando por la débil claridad de un ventano, que Florencio, el albañil, abrió en la ceguedad del muro. Don Eusebio se alargó en el sofá-cama boca arriba como rezan las normas pastorales; la posición decúbito-supina podría despertar en él ciertos efluvios sexuales que lo obligarían a cambiar de postura, a desempolvar un libro, a meterse bajo el chorro de agua fría, recursos recomendados para no sucumbir al pecado en solitario. Soledad, el ama, se había marchado a la ciudad, a casa de los Pérez, en busca de fortuna, y Don Eusebio vio la mugre en el suelo, el polvo, la turbia luz de la bombilla del techo abatiéndose sobre las formas rígidas, indagando la habitación como quien recorre la turbia memoria de su vida. Tenía alimentos para varios días y podría resistir más allá de la terquedad de los hombres de Valdetábano. El teléfono era un cordón umbilical que lo mantenía en contacto con el cuartel general del obispado. “Resistir”: esa fue la respuesta del obispo, cuando telefoneó a primeras horas de la mañana de aquel domingo aciago y provocativo. La escueta respuesta, que más parecía un parte de guerra que una consigna pastoral, lo tranquilizó. Después de todo, Don Eusebio, el cura, conocía las normas pastorales que ordenaban no ceder la plaza al enemigo; su misión consistía en estar, como una señal viva, de carne y hueso, de una realidad más allá de las estrechas frentes de los hombres de Valdetábano, que no levantaban los ojos de la tierra a no ser para escudriñar el cielo, en un rito que repetían todas las mañanas, arrugando el morro como un perro, como si el olfato les diera la medida exacta del tiempo o de la tragedia.

El vicario explicó más tarde a Don Eusebio el contenido de la fría respuesta del obispo: “vendrían las lluvias, la sequía, las tormentas o el milagro”. Y pensó que llegaría el milagro, como el relámpago que cruza el horizonte y el valle de un navajazo de luz, Braulio volteará la campana y él saldrá corriendo hacia la iglesia que se llenará como en los buenos tiempos.

Pero antes que el milagro fue la sequía. El viento se alzó sobre el monte, aquel mal viento traidor que agostó lo campos, chirriaba en la ventana con su quejido, y Don Eusebio vio en él la mano de Dios que, sin duda, prefería el silencio de las causas segundas, a la espectacularidad del milagro. Las cigarras chirriaban enloquecidas entre los rastrojos polvorientos, las ruinas se poblaban de lagartijas, de gordos lagartos amodorrados que se dejaban atrapar con la mano. Un sol de castigo se apoderó del pueblo entero; no había agua en las casas, las colas de las fuentes públicas eran interminables y no se sabía si eran humanos o de rata los ojos que espiaban a los niños en las cloacas. Desde la ventana abierta, Don Eusebio, el cura, contemplaba los caminos polvorientos, las tierras quemadas y pensó que aquella generación de dura cerviz y gestos altaneros acabaría por doblar la testuz de los bueyes bajo el yugo. Don Eusebio, el cura, cerró la ventana; el calor que venía de la calle era sofocante; guardó los restos de comida en el frigorífico, luego lavó unos calcetines, los colgó en la cuerda tendida ente el armario y la pecha, y, descalzo, se sentó en la cama, esperando oír la voz de la campana.

Inútilmente, porque a la sequía sucedieron las lluvias, repitiéndose el ciclo natural. Don Eusebio miraba, intranquilo, el cielo anubarrado, cuando, de súbito, vibró un relámpago en el aire y, casi simultáneamente, tableteó el trueno sobre la casa rectoral y comenzaron a caer las primeras gotas, unas gotas espaciadas pero gruesas, prietas, que reventaban sordamente contra el suelo agrietado que abría sus bocas a la primera lluvia.

El cielo se rasgaba a intervalos de relámpagos vivísimos y los truenos rebotaban ensordecedoramente contra los cantiles de la sierra, por detrás de la rectoral. Luego surgió la niebla por la orilla del río, invadiendo el valle, cesaron los relámpagos y caía un agua dulce y mansa sobre los caminos y los sembrados. Esto intranquilizó a Don Eusebio, el cura, que telefoneó de nuevo al cuartel general.

-Resistir – dijo el obispo.

-Quizá la lluvia – explicó el vicario.

El río se desmadrará, pensaba el cura, arrasará los sembrados, alcanzará las casas más próximas, repicará alborozada la campana y la iglesia se llenará de gente amedrentada.

Ignoraba Don Eusebio, el cura, cuánto tiempo había transcurrido desde el comienzo de las lluvias cuando, desde la boca abierta de la ventana, vio crecida la maleza en los bordes de los caminos. El jardín que rodeaba la rectoral era un espeso matorral. Las ortigas, enormes, y la hiedra se encaramaban por las paredes de la casa solitaria. Un gesto de dolor y de duda cruzó su rostro como una cicatriz. Desde el cuartel general le confirmaron la situación.

-Quizá el milagro.

Desde el inicio de aquella guerra particular, las horas transcurrían lentas, plomizas. La lluvia caía mansa, ininterrumpidamente, las tierras recobraban el verdor y crecía el matorral por las paredes de la casa taponando las ventanas y las puertas. Pronto se encontró prisionero en el salón oscuro; un manojo de luz se colaba entre la maleza, iluminaba débilmente el sofá-cama desdoblado y revuelto, y abría un charco de luz en mitad del cuarto; del desván provenía una vaga claridad que se filtraba por las hendiduras del techo de tabla, y que caía en pálida cascada por el hueco de la escalera carcomida y temblona. Las paredes estaban cubiertas de enormes manchas de humedad y había verdín en los rincones; se adivinaban los techos podridos y quejumbrosos y Don Eusebio, el cura, tuvo miedo. Cuando se embarcó en aquella guerra contra la incredulidad de los hombres de Valdetábano, no podía imaginar que durara más allá de la sequía. Sólo quedaba el milagro. La lluvia se mataba en el tejado, se filtraba por las tejas despegadas y rotas y escurría luego, ya muerta, lenta y solemne devorando la vieja rectoral solitaria. El matorral se espesaba en la ventana, en la puerta de la casa, había desaparecido la cascada de luz que caía por el hueco de la escalera del desván y se había secado el charco de luz de la mitad del cuarto. El ventano abierto por Florencio en la ceguedad del muro se habría taponado, desapareciendo el último resquicio de aire fresco. Si, por un mal pensamiento, se le ocurriera huir, abandonar aquella guerra, tendría que abrir un boquete en el tejado. Arrojó de si la mala intención y se tumbó sobre la cama, boca arriba, la sotana puesta, indagando el techo temblón, la madera carcomida. Era larga aquella guerra, pero a Don Eusebio, el cura, no le preocupaba demasiado: él era un simple instrumento en las manos de Dios, aunque su silencio (Dios dudaba entre las lluvias y el milagro), lo sumía en un mar de incertidumbre. Las lluvias habían cesado y el milagro no se producía. Un gesto de dolor, como un navajazo, cruzó su rostro descarnecido y pálido cuando comprobó cómo la vida se alejaba en torno suyo: primero fue la soledad, la criada, luego el sacristán, más tarde vio los pájaros muertos, prisioneros del hambre y del vuelo, con el pico y las alas contra el enrejado de la jaula; el gato, arrojándose por la ventana, había huido campo a través, hacia el monte; el polvo y la humedad ocultaban los rostros familiares de los cuadros colgados en las paredes del salón. Habían cesado las lluvias, permanecía muda la campana y volvería a repetirse el ciclo natural: las heladas, la sequía, las tormentas, pero el hombre de Valdetábano, encadenada su vida al ciclo natural, ha comenzado a descifrar el tiempo, mirando al cielo, en un rito que repite todas mañanas, como una oración; el hombre de Valdetábano sabe que el cielo arrasará si tira el norte, que el valle se cerrará en agua cuando la niebla merodea por el cauce del río, que el cielo raso y las noches frías y con  luna traerán las heladas, que el negro nubarrón que adelante su negra testuz por el horizonte, alumbrará en tormenta.

El salón estaba oscuro como boca de lobo, como un pozo, como la morada subterránea de un topo, cuando encontraron a Don Eusebio, el cura, muerto sobre la cama, boca arriba, que no en posición de cúbito-supina, las manos cruzadas sobre el pecho, la mirada turbia, y la sotana puesta, por lo que no hubo la necesidad de amortajarlo. Y repicó a muerto la campana, muda desde la muerte de Doña Liberata. Sobre la cama reposaba su última voluntad, escrita en garabatos temblones, casi ilegibles, pidiendo que lo enterrarán en Valdetábano, bajo el epitafio que parecía resumir su misión, (frases hay que hicieron inmortales a los muertos).

Don Eusebio, cura de Valdetábano.

“En el principio fue el miedo,

luego la incredulidad”.

R.I.P.


Soledad, el ama, volvió de la ciudad para el entierro y Braulio ocupó su sitio en la tarima al lado del obispo. En el cementerio, situado detrás de la parroquial, cerca de las rocas peladas, todavía puede verse la piedra de mármol que señala su sitio entre los muertos, con el lúcido epitafio cubierto de barro y donde un manojo de flores ha sido depositado por Doña Filomena, que ocupa ahora la primera fila de la iglesia en la misa del domingo que dice Don Eusebio, el nuevo cura de Valdetábano.


María Teresa García Arribas.

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