Pasar de la muerte a la vida.


    Hoy, al llegar a casa, mi madre con su proverbial brutalidad me ha llamado ateo.
Sin poderlo evitar, me he puesto a llorar y he venido a escribir porque el hacerlo siempre me sirve de consuelo.

En primer lugar, yo ignoraba el significado de la palabra ateo. He mirado en el diccionario y me he quedado perplejo. Ateo significa sin Dios, y yo creo que tengo un Padre en alguna parte del Cosmos, alguien que me dio la vida, aunque no estoy seguro de que ese Padre me quiera o se preocupe de mí.

  Muchas veces, cuando hablo con Él, le pregunto el porqué de lo de José y no recibo ninguna respuesta. Esto me hace sentirme muy mal y dudar a veces de mi Padre del Cielo sea mejor que el que me ha tocado aguantar en la Tierra.
Sin embargo, esos momentos pasan y luego logro reconciliarme con ese Ser ignorado, al que tengo tantas preguntas que hacerle.

Yo había salido con José. Habíamos estado allí donde el río se hace casi laguna. El sol se filtraba por entre los árboles y el aire olía de maravilla. Me entretenía tirando piedras al rio, que iban haciendo círculos concéntricos cada vez mayores.
José sonreía con su rostro plácido, abandonado a la tibieza de los escasos rayos de sol. Había paz y dulzura en sus profundos ojos.
Con todo esto, se me olvidó que era domingo y que tenía que ir a misa y llevar conmigo a José.
Y mi madre me llamó ateo.

No obstante, si es verdad que hay un Dios, estaba más presente en el río que en la misma iglesia. Creo que la comunicación es más intensa y más verdadera sin mediar los curas, que, con su frialdad y con su aire de repetirlo todo de memoria como si no les importase, lo estropean todo.

Bueno, creo que ya empiezo a desvariar y es que esta cabeza mía es un lío.  Pero yo me entiendo. Fueron unos momentos bonitos aquellos del río. Todavía tenía presente los horrores de la noche pasada, pero allí, con el sol iluminándolo todo me parecían casi irreales, como si todo hubiese sido fruto de un mal sueño.
En la estrecha cama que comparto con José, ambos sentimos las voces de las típicas riñas de nuestros padres.
José, temblando, se pegaba a mi cuerpo y yo me sentía desesperado. Intentaba taparme los oídos porque no podía escuchar y en mi pobre cabeza se agitaban muchos pensamientos contradictorios. Desde proteger a mi madre, víctima de los delirios alcohólicos de mi padre, pero mi madre tiene una lengua tan dura y afilada, que a veces casi comprendo a mi padre. Pero sobre todo quería proteger a José del sufrimiento que intuía en él. Y me sentía completamente impotente.
Sólo quedaba el recurso de las lágrimas cobardes en las que escondo mi incapacidad para todo lo que signifique acción.
A pesar de todo yo quiero mucho a mi madre.
Pero con el mismo ímpetu quiero a mi padre y quiero a José. Y no soporto que los seres a quien más quiero en este mundo estén separados entre sí.

Pensando en estas cosas, creo que son los conflictos familiares lo que me hacen ser un niño taciturno y hosco, introvertido e infeliz, y andar por ahí con la cabeza a pájaros, que me dicen que no se sabe si estoy dormido o despierto.
Cuando a veces trato de hacer algo que mis compañeros hacen, compararme en algo a ellos, siempre me dice mi madre: “tú no eres un niño como los demás”. Yo no sé en que se basará ella para decirme eso, pero lo cierto es yo siento esa diferencia en la carne y en el corazón, aunque esto me subleve y me rebele interiormente.


Han pasado unos días sin que haya vuelto a abrir este cuaderno donde tengo escondida una parte de mi vida. Hoy, como siempre, vuelvo a sentir la necesidad de escribir desahogándome así de muchas angustias y frustraciones.
He decidido no volver más por el taller de Samuel. No puedo más con el asco que todo lo que ocurre allí me produce.
Somos cinco los asiduos a las reuniones del taller de Samuel: mis vecinas Pilar e Isabel, Javier y la pequeña Loli.
Javier es dos años mayor que yo: tiene ahora catorce años y se da mucha importancia porque ya se cree mayor. El ayuda a Samuel en la carpintería y todos le envidian porque ya no va a la escuela.
Cuando trato de recordar a que época se remonta todo esto, me da la sensación de que ocurre siempre, al menos desde que yo recuerdo.
Samuel, que es tan alto y musculoso y exhibe sus magníficos colmillos de oro, cuando dan las cinco cierra la puerta del taller, y así nos encontramos encerrados en él. Entonces nos da lo que él llama “lecciones de vida”. Nos cuenta todo lo relativo al sexo, y puede decirse que con mis doce años cortos, esto, teóricamente, no es secreto para mí.
Conozco perfectamente lo que es el cuerpo de una chica, así como estoy harto de ver a Samuel desnudo.
Samuel me dice muchas veces que soy marica, ya que nota que a pesar de la oscura atracción que estas cosas me producen, todo ello me repugna. Si el sexo y la virilidad son todo lo que veo en el taller, no me importa que me llamen marica.

A veces me peleo con Javier, aunque siempre llevo la de perder. Tiene la desfachatez de meterse con José, yo no deseo mezclarlo en todo esto. Me dice que soy tan subnormal como él, y esto me duele porque no me gusta nada esa palabra.
Así que he decidido no volver por allí. 

Todavía recuerdo el día en que me dijeron que como había venido al mundo. Me produjo tal estupor que estuve dos días sin probar bocado y les tomé asco a mis padres.
Fue una revelación brutal y sufrí mucho con ello. No soportaba pensar que todo aquello que me explicaba Samuel, afectase también a mis padres, a los que siempre consideré limpios.
El profesor de la escuela, nos dice que el sexo es una cosa natural e incluso buena, pero no puedo estar de acuerdo con él. Siempre lo veré como algo sucio e indigno. Quizás se deba a que la educación sexual la recibí en la calle, sin nadie que me lo hiciera ver con delicadeza.
Bueno, creo que voy a dejar de escribir, pues no tardarán en venir y no me gustaría que me sorprendieran escribiendo.


¡Alegría! ¡Alegría!, mañana me voy a un campamento, subvencionado por la empresa de mi padre. Habrá chicos y chicas. José me echará de menos, siento no poder llevármelo, pero lo tendré presente en todo momento.
Estaré allí un mes. Hará calor. Llevaremos tiendas de campaña. Podré jugar al balón y nadar. Estoy muy contento, cuaderno, creo que lo pasaré bien.


Esto es el fin cuaderno.
Tengo ante mí dos tubos de aspirinas y un vaso de agua.
Miro mi cama y pienso que no tendré agonía. Será todo igual. Demasiado fácil. ¡Cuesta tan poco morir y tanto vivir!
Después de todo siempre he sido un pobre niño triste y nadie me echará en falta. Sólo José. Me duele por él. ¿Será posible establecer contacto con los vivos después de muerto? Si es así, quizás la barrera que nos impide llegar al fondo de José desaparezca y al fin logremos comunicarnos de verdad.
Renuncio a mis doce años atormentados y oscuros.
Luego vendrá la paz definitiva. Estoy convencido que lo pasaré mejor al otro lado. Ya sé que resulta extraño querer suicidarse a los doce años. Sobre todo, viéndome partir tan feliz hacia el campamento.
Allí conocí a María. Era mi monitora. Huelga decir que era muy guapa; en María yo encontré el remanso de paz que tanto había buscado. Cuando María ponía sus manos en mi frente, olvidaba todas mis angustias y una dulce ternura me embargaba.
María era pura, o al menos así la veía yo. Le conté todo lo de José, lo de mi familia, lo del taller, todo.
Nunca pensé que hubiese alguien que llegara a comprenderme, a buscar en mí, en preocuparse por si era feliz o no. Me ayudo a sentirme a gusto, a relacionarme con los demás y aprendí a tener la sonrisa fácil y la risa pronta. Por primera vez en mi vida sentí el pulso de la vida latir en mí. En fin, que a María le confié mis doce años ansiosos de amor. Y encontré respuesta.
Bueno, no quiero extenderme más. Después de la felicidad, de la paz y del descanso, la vida como revancha me golpeó de nuevo. A veces pienso que estoy maldito, aunque esto parezca una tontería.
Habíamos ido de excursión. María se quedó con Jorge, un monitor barbudo y agradable que era amigo de contarnos historias que a mí me divertían mucho.
Yo no me sentía muy bien, bueno esto era una disculpa para quedarme con María y con Jorge, sentados sobre la hierba y riéndonos por cualquier cosa.
Y los encontré en la tienda revolcándose como cerdos en el suelo.
Fue sólo una fracción de segundo. Recuerdo los ojos sorprendidos de María y ya no recuerdo más. Corrí, mientras lágrimas de rabia corrían por mi rostro.
Ella también…
Ella, que estaba lejos de todo lo sucio, y a quien yo tenía como un ángel bueno que había venido del cielo para cambiar mi existencia.
Todo esto fue la gota de agua que hizo desbordarse el vaso. Me sentí vacío y hueco. Quiero morirme y lo voy a hacer.
¡Oh! Cuaderno, siento las voces de mis compañeros, ¿qué hago? De momento voy a esconder las aspirinas. Claro, me he retrasado escribiendo elucubraciones idiotas que no conducen a ninguna parte en vez de hacerlo de una vez. Voy a salir.


Cuaderno, ha venido José, ha venido. No lo esperaba. Ha venido con mis padres y mi tío, el que tiene coche.
Cuando los he visto he corrido hacia ellos como si hiciera siglos que no los veía.
Me abracé a José y sentí todo lo cobarde de mi actitud.
José me necesita. Al verle balbucear mi nombre, y agitar las manos, contento de verme, me he dado cuenta de lo que quiero. Y a mi madre, tan guapa y tan buena siempre; aunque a veces discuta con mi padre. Este, me dio un abrazo mientras me decía: “tenía ganas de verte, chaval”.

Y ahora pienso que mi camino en la vida está trazado. Tengo que luchar por ellos y hacer que se sientan orgullosos de mí. Tengo que vivir para querer a José, para ofrecerle lo mejor de mi vida; él nunca me fallará.
He salido un minuto y una a una he tirado las pastillas al riachuelo. Y he sentido que ya era un hombre.
Voy a deshacerme de ti, cuaderno. Quiero empezar otro, con esta otra vida nueva y recién estrenada. Por siempre gracias por el cariño con que me has tratado, ese cariño profundo que tiene todas las cosas inertes.

María Teresa García Arribas.
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