La otra mirada


El asiento, elegante e incómodo, que daba mal acomodo al cuerpo, hacía que la postura forzada agrandara más el dolor que desde hacía algunos días aguijoneaba al anciano.
La multitud de detalles hogareños que pueblan las casas de la llamada “clase media” sumiéndolas en un transcurrir del tiempo y del espacio diferentes, el cansino reloj de pared que daba pausadamente, casi quejumbrosamente los cuartos, las medias, las horas, la acostumbrada siesta, hacían una conjuntación propicia para la ensoñación.
 El anciano siente frío y se tapa las piernas con la manta de lana de distintos colores hecha por su esposa en los ratos perdidos.
Ratos perdidos…
 ¿Acaso la vida no es una sucesión de tiempo perdido que intentamos llenar de contenido? ¿Acaso…?
 El anciano mueve la cabeza. En fin, ¿qué esperar ya de la vida? Una losa fría, un cuerpo yerto, un pedazo de tierra que aprisione su tiempo, indefinidamente…
 Unos deudos desolados que disputen sus propiedades, una esquela y una nota laudatoria en el periódico local.
 El médico no se había andado con chiquitas; nada de esfuerzos, nada de disgustos, ningún sobresalto; sólo aguantar estoicamente los achaques de un cuerpo decrépito. Su corazón estaba muy gastado. Una serie de tecnicismos que no había entendido. Unas frases en voz baja que quisieron ser consoladoras. Y los consabidos tópicos.
 Y adormeciéndose así en su desamor una frase, nítida y clara que se graba con fuerza en su mente: “recordar es también olvidar”.
 Si, él, un anciano enfermo y ceniciento había sido alguna vez, niño. Pero ¡milagro de la memoria!, se le había olvidado y había dejado de serlo.
 Medio adormecido, el anciano fija su mirada perdida en la pantalla que dejaba traspasar una luz mortecina y tenue a tono con todo lo que le rodea.
 Y el sentido de la medida del tiempo se le disloca como en una frenética danza de sombras chinescas, donde cada imagen tiene un sentido que se le revela de pronto.
 Veía a su madre, tan cercana, tan aprehensible ahora, como clavándole de nuevo aquella mirada gris, envuelta en su aire sucio, con sus manos opacas de tanto lavar ropa ajena, para llevar a casa unas pesetas con qué poblar la escuálida mesa rezongando con voz áspera: “cría cuervos…”
 En su mundo infantil había brillado toda ausencia de tutela. Había sido en cierto modo una niñez huérfana de autoridad. La sombre de su padre, al que nunca conoció presidía la casa desde un retrato negruzco por los humos de la cocina, con unos enormes bigotes que le hacían parecer más fantasmal aún.
 Su madre, por otra parte, naufragando siempre entre cacerolas humeantes, entre pilas enormes de ropa sucia y entre no sé qué especie de medicina mágica que tenía un sospechoso olor a ajenjo. Y él, en las esplendorosas tardes de otoño, de un otoño cualquiera, dueño de las callejuelas del pueblo, ejerciendo un incipiente liderazgo entre una pandilla de desharrapados pilluelos, temerosos de sus ojos garzos, agazapados entre su rebeldía que no temía a nada.
 Un banco y un pupitre sucio, medio pintados de un gris azulado. Es curioso como podía verse ahora a sí mismo, con enormes ojos abiertos, por los que entraban como luciérnagas fugaces, números, teorías, historias de paisajes lejanos, cosas de las que se burlaba un poco pero que sin embargo le dejaban algo perplejo, como si presintiera que más allá del mundo palpable de las sensaciones había otro quizás inasequible.
 La figura pálida y enjuta de Don Honorio, el maestro, ahora distorsionada en la sombra, en el recuerdo, a través de la pantalla que prosigue su desfile en un viaje hacia el pasado.
 Don Honorio, quien de vez en cuando le daba un bote de leche en polvo o un paquete de caramelos.
 Don Honorio, cuyas gruesas gafas ponían muralla a la ternura que le desbordaba los ojos y que a veces posaba su mirada en él, como al descuido, con una especie de lástima, con un algo que él no sabía descifrar, pero que le molestaba; era como si el maestro tuviera el secreto de algo muy recóndito, muy profundo que se relacionara directamente con él.
 Y como respuesta buscaba siempre la broma pesada, el comentario sarcástico y hasta la burla despiadada. Sin embargo, toda esta explosión de sentimientos hostiles no parecía hacer mella en la persona de Don Honorio; siempre aquella maldita mirada reverdeciendo por entre las gafas, atrincherada tras los gruesos cristales…
 Luego, el tiempo que transcurre, la vida que sigue su curso inexorablemente, el pantalón largo, él mismo, adolescente, largo y flaco, con sombra de barba, a quién el mundo parecía venirle estrecho. El mismo girando también en el recuerdo de su juventud ya olvidada. Época de sentimientos contradictorios, conflictivos. Amigos de paso que se conocen un buen día y al siguiente ya no representan nada en tu vida. Un amigo que se hace un poco más íntimo, que desborda conocimientos ignorados hasta entonces. Secretos que se susurran a media voz, quizá para hacerlos más grandes. Callejear por la ciudad, asomarse a un mundo deslumbrante. Dinero fácil que se gasta fácilmente.
 Y de pronto una nube en el horizonte despejado de una época de soñar despierto. Algo que le pone de nuevo los pies sobre la tierra firme: 
-Se necesita dinero. Tenemos que dar un “golpe”.
-Juanjo, no puedo. Si mi madre, la pobre, levantara la cabeza…
Y el miedo atenazándole la garganta, un miedo visceral, atroz.
 Intentar poner defensas por el medio. Aquel trabajo del garaje, cuentan conmigo.
 Después de racionalizar la situación, racionalizar el miedo como pudo vagamente: el dinero era bonito. ¡Y qué satisfacciones daba! ¿a qué negarlo ante él mismo? Pero convertirse en posible carne de presidio…
 Juanjo había reaccionado bien, después de reflexionar unos momentos, frunció el entrecejo con ademán de “duro” de película, había dicho solamente:
-En fin, chico, la vida es como un tren, o te subes o te quedas en tierra…
 Y se quedó tan ancho, sin percatarse de cuanta filosofía encerraban sus palabras.
 Adolescencia, juventud, que pasan fugazmente y que no nos dan la oportunidad del billete de vuelta, porque en nuestra capacidad de recuerdo está igualmente nuestra capacidad de olvido. Si no fuera así ¡qué bello poder regresar a una estación grata de nuestra existencia!
Juventud… Flora….
Flora, la joven que había sido su gran amor, su refugio de horas lentas, densas, la llave pequeña y alargada, que le había abierto la puerta a tantas sensaciones bellas. Flora, que se le abrió ella misma, como una enorme ventana a un horizonte de luz, a un cúmulo de rosas y estrellas. Flora de piernas largas, de vientre plano, de brazos como enredaderas plenas de rocío…
 La noticia del hijo que esperaban, los días que siguieron, días de zozobra. Casarse en su situación no formaba parte del juego. Al fin unos sucios billetes que lo arreglaron todo, que dieron un nuevo muerto al mundo.
La sombra de Flora también distorsionada en el recuerdo… Más tarde la guerra. Enfrentamiento armado de las seculares dos Españas. El fantasma apocalíptico ciñéndose sobre él. Coraje y rabia que se desgarra, hermano contra hermano. Y él sintiendo de nuevo protagonismo y responsabilidad. Su borrachera del vino malo, su naufragio interior, su derrota privada, su propia capitulación. Y esta vez con los ojos ahítos de España posados en él con lástima…
 Luego al fin, la madurez, que se afianzó en él, que puso un ancla en su vida ya para siempre.
 Carmen su tabla de salvación.
 Carmen, la mujer hogareña, amable, con una renta no muy grande, y con un padre que le puso un empleo en un banco por la puerta grande. Carmen, que le había llenado la casa de encajes, hechos por ella misma, que estableció una cadena invisible de normas y obligaciones, de comidas a la hora, de tisanas anisadas y de edredones de plumas en la cama matrimonial.
 Carmen, que le saturó de hogar y burguesía, que supo afianzar bien el ancla, para que el buque de su vida no soltara más amarras. Carmen que siempre se lamentaba de no haberle dado un hijo, pero le hizo sin embargo prendas de punto que le calentaban el pecho, los pies y le adormecieron el corazón.
 La buena y Santa Carmen…
 Así arropado en el confort del una vida gris y monótona, sin nada que pudiera salir de la norma, de la ley, de la moral vigente, había dejado gastar su corazón, había dejado gastar su vida, fútil, inútilmente.
 El anciano no sabe el tiempo transcurrido. Las sombras y las imágenes se van yendo poco a poco: Flora, el amor perdido para siempre, la puerta de la felicidad que el cerrara. Flora, de brazos como enredaderas, a cuya sombre hubiera podido perderse.
 Juanjo, la juventud, la aventura, la vida a borbotones, el río por donde hubiera podido navegar…
 La guerra, la propia derrota, un eslabón jamás recuperado…
Y le queda solo la voz de Don Honorio, un poco severa, con tintes de dulzura, como antaño, pero esta vez en un coloquio mudo e íntimo:
 “Hijo mío, cuando ibas a la escuela ignorabas casi todo. Yo sin embargo te reconocí enseguida como una cierta clase de espécimen humano. Sabía que ibas a escoger la estación ancha y cómoda del parásito. Como decía tu amigo Juanjo, la vida en un tren siempre en marcha que nunca pasa dos veces por la misma estación”.
Te has olvidado, que cualquier vía es más honrosa que la existencia regalada y gris de quienes no son capaces de entregarse a cualquier causa, sencillamente a cambio de nada, únicamente al del placer incomparable de sentirse útil. Y ser útil es también sentirse vivo.
Ahora, al final de tu camino te espera la estación definitiva. Verás toda clase de viajeros que abandonan el tren. Aventureros, amantes, ladrones, revolucionarios, sabios, santos pecadores. Pero hasta tu mismo quedarás sorprendido, al contemplar, con una mirada ya diferente, con la “otra mirada” de la especie humana, que desgraciadamente está representada con más densidad es la tuya, la de la gente que se durmió un día atada, amordazada por los poderosos lazos de la mediocridad.

 María Teresa García Arribas

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