El leñador.



 Esta es la historia de un hombre sencillo, como sencilla es y ha sido su vida, y sencillas han sido siempre sus aspiraciones y creencias.

 No era un  hombre de letras, sin embargo gustaba de leer cosas entremezcladas que le hacían sentir algo placentero y desconocido.

 Pasó por la vida sin hacer ruido, sin dejar una huella profunda, marcando su propio camino a fuerza de golpes y decepciones. Solamente es conocido en el círculo de su pequeño pueblo, entre gentes como él.

 Tuvo una juventud atolondrada y loca, alegre, fuerte y ruidosa, hasta que un buen día se dio cuenta de que esa juventud esplendorosa se había quemando en aras de unos ideales falsos y se encontraba con polvo entre las manos.

 La herida de la guerra permanecía abierta en él.  En su mente permanecía la lucha fratricida de una masacre entre hermanos que no había logrado terminar con el mito secular de las dos Españas, que coexisten híbridamente.

 Y se dio cuenta de que su mundo, el que se presentaba ante sus ojos, no era el mundo que él soñara para sí en sus deshilvanadas fantasías, donde se barajaban mil sensaciones no definidas.

 Llegó el día en que, quemado prematuramente se enamoró de una mujer buena, como suele suceder una vez en la vida y sin pensarlo dos veces se casó con ella.

 El soñaba con un hijo, que fuera algo así como una continuación de sí mismo. Esta era la ilusión que guardaba más dentro de sí y dentro se le quedó pues sólo tuvo hijas. La emoción que sentía al mirarlas jugando por la casa, aletargaba aquella ilusión primera.

 El amor y la pasión de los primeros años de matrimonio se fueron apagando poco a poco hasta convertirse en cenizas, quedando un leve rescoldo que a penas bastaba para calentarse. Y paulatinamente se fue apagando también su impulso motriz ante la vida.

 Concentró, entonces, su vida en el trabajo. Amaba la madera, su olor, el aire libre y las hierbas de los caminos agrestes por donde solía transitar. Conocía muchas cosas de la naturaleza y su innumerables secretos y principalmente sobre los árboles, y cada día aprendía más cosas. Se remontaba a su primera infancia campesina, cuando iba "a la yerba", y luego comían todos alrededor del heno recién segado, en grata compañía y amable conversación. Luego, la casona sola, de piedra, que decían haber construido sus propios abuelos cuando se casaron.

 Le gustaba talar árboles quizás como una extraña manera de compensar su frustración, viendo como aquellos gigantescos troncos caían a sus pies, a golpes furiosos de hachas y, a veces los contemplaba caer suavemente, dándole así una agradable sensación de superioridad. Luego el serrar los troncos, el hacer tablas de madera de aquella madera que en sus manos se convertía en algo vivo y con significado propio.

 Solía contar a sus hijas deliciosos cuentos, como  aquel que trataba de un pequeño madreñero, todo esto matizado por el suave olor a serrín que él mismo desprendía. También durante la seronda, le gustaba enseñarles como las hojas caían suavemente alfombrando el suelo e intentaba transmitirles un poco el amor a las cosas de la naturaleza.

 Y así iba sintiéndose útil.

 Le resultaban igualmente agradables las tertulias reposadas de los amigos, donde se jugaba a las cartas y se bebía un vino levemente "peleón" que le calentaba el corazón y le hacía trizas el alma. Todo esto hacía arder en él aquellos viejos rescoldos  y entonces llegaba a casa aterido en busca de ese calor que tanto necesitaba.

 Sin embargo debió llegar a la conclusión de que  lo que tenía no le bastaba y se fue encerrando más y más en sí mismo.

 Y guardó para sí sus mejores tesoros: el anhelo del hijo no tenido, su lejana infancia no perdida por completo, antiguos amores, como el de aquella enfermera alemana que le alentaba en los agrios días de agonía, cuando lejos de su patria y de su hogar, aguardaba la muerte en un perdido hospital, fuera de todo contacto con el resto del mundo, con todo lo que no fuera sangre y sufrimiento.

 Nunca dejaba de rezar cada noche a un Dios que, aunque casi siempre le fallaba, no por eso dejaba de creer en él, agarrándosele con la fuerza de su ingenua y profunda fe.

 Sus hijas fueron haciéndose mayores. María que siempre se le había parecido un poco, al crecer y conocer el mundo, dejó de creer en casi todo con una especie de hastío y se marchó del hogar buscando otras motivaciones.

 El tuvo entonces la vaga idea de que la  había perdido y a pesar de su hombría lloró al verla tan distinta a como él la había imaginado.

 Pasó por muchos más avatares en su existencia, y más desengaños aún. Pero siguió confiando en todo y todos.

 Sus últimos años, son ahora de serenidad, la serenidad  que da la experiencia. El conocimiento de que su conciencia estaba satisfecha y de que se hallaba en paz con todo.

 Y por fin sus nietos, que le devolvieron el encanto tierno y cálido de la vida familiar, y en quienes encontró el calor para su alma.

 En esta paz y en esta seguridad piensa que, al igual que ahora descansa sobre un bastón de madera, llegará el día en que descansará entre las tablas de una modesta caja de madera, de su querida madera, que será de castaño o quizás de roble, y se llevará consigo ese secreto  que todos llevamos  dentro y que en él era como un profundo misterio.

 Como no cabe duda de que dentro de su modestia se esconde un alma grande y generosa se merecía tener otra vida en las cercanías de ese Dios de cartón-piedra en el que depositara tanta fe y que así gozase y riese eternamente.

 Pero ese recuerdo lo dejará cuando se vaya, será tan hondo que permanecerá por mucho, mucho tiempo..


María Teresa García Arribas


(Y así fue, es y será por siempre güelito)





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